En una de tantas tardes, quizá de invierno o verano, pues en Quito nunca se sabe, abordé el trole en la parada del Seguro Social (Parque El Ejido) con dirección Norte. Viajaba con destino a mi hogar, la jornada laboral había concluido sin mayor historia que contar o comentar.
Para variar, desde que algún burócrata municipal de libre nombramiento, se inventó aquello de generar ganancias directas en lugar de darle valor a las horas hombre perdidas a bordo del transporte, el trole estuvo lleno hasta el “acordeón” –centro del vehículo–, más allá de lo acostumbrado.
Mientras avanzaba el vehículo hacia la Estación El Labrador, parada tras parada, hubo gente que desembarcaba y otra que la reemplazaba en el estrecho espacio. En uno de esos intercambios conseguí un lugar para llegar hasta al centro del automotor. Con un poco de esfuerzo y mucha decisión, llegué hasta allí. La idea era viajar un poco más holgado y, por supuesto, más seguro. Los amigos de lo ajeno, casi nunca se toman el trabajo de llegar a este lugar, prefieren las puertas de ingreso y salida.
Entre mis compañeros de viaje, tuve un trío de pequeños, compuesto por dos niñ@s y una niña. Supongo que eran hermanos. Llevaban el uniforme de una de tantas escuelas públicas, ahora tan venidas a menos no solo por lo físico sino por la alta deserción escolar. Los tres estaban sentados en el suelo, con las mochilas sobre sus hombros. Como niños que, en verdad eran, se entretenían con algún juego que no terminé de identificar y, mucho menos, comprender… Nada sofisticado, muy distante de la Tablet o el celular que tanto entusiasman y entontecen a la vez.
Mientras el trole marchaba camino a la estación, puse atención preferente en los gestos dibujados en sus cándidos rostros infantiles, más que en su sencilla manera de quemar el tiempo o –quizá- aprovechar al máximo los minutos del viaje hasta su hogar.
Los tres daban poca o ninguna importancia a la distancia que los separaba de su parada final. No se preocupaban de mirar el reloj o si el trole estaba abarrotado de gente. Eran niños, como aquellos del pasaje bíblico, quienes -sin proponerse siquiera- se dice que tienen el cielo ganado por su inocencia infantil.
En medio del juego, el más pequeño pidió al mayor, en reiteradas ocasiones, que le regalase “…otra chupadita más”. Eran verdaderas súplicas, más que peticiones. Una y otra vez, mientras participaban en el juego, se dejaba escuchar “… no seas malito, déjame chupar…” Con algunas ligeras variaciones, la respuesta demoraba muy poco en brotar de los labios del requerido, desde un “… ya no tengo mucho…” hasta un “… ya te hice chupar muchas veces…”
En varias ocasiones estuve tentado de llamarle la atención por su presunta mezquindad, para que comparta su tesoro escondido, e inclusive estuve a punto de ofrecerle una moneda a cambio de su tesoro escondido. No me atreví. Si lo hubiese llegado a hacer, es muy posible que la magia del momento se hubiese esfumado sin dejarme conocer el porqué de un momento como aquel.
Para mis adentros, razonaba -en silencio- en busca de descifrar cuál era el chupete o la golosina que tantos ruegos merecía. Llegué a suponer que era una gran paleta, aquella que a todo niño embruja pero finalmente empalaga, sobre todo, a su dueño quien, por lo regular, no la chupa hasta el final.
Con mucho afán, en cada parada, veía a hacia las puertas en busca de un vendedor de golosinas, inclusive de alguno de quienes nos relatan historietas con las que nos quieren vender ruedas de molino en lugar de caramelos. Como casi nunca, en estos tiempos de crisis y necesidades, jamás ingresó uno de estos vendedores. Me quedé con las ganas de regalar una dulzura al niño de la recordada frase “… regálame una chupadita más…”. Por un momento, permanecí más concentrado en mis cavilaciones, que en los tres niñ@s, su juego y las reiteradas peticiones.
Mientras los pensamientos volvían a centrarse en mis pequeños compañeros de viaje, la hermana intervino para abogar en favor del menor del grupo, quien no había desistido de su intento por “… chupar una vez más aquella prenda dorada que tenía su hermano mayor.” En el fondo, ya eran dos contra uno, aunque éste sea quien tenga la última palabra. La balanza parecía inclinarse, como pocas veces en la vida real, a favor de los más débiles, que eran la mayoría.
Para aquel momento, el trole estaba muy cerca de la Estación Norte (La Y), quedaba muy poco tiempo de viaje. Parecía que me quedaría con una mezcla de tristeza e inquietud; pues me hubiese gustado regalar golosinas a mis compañeros de viaje, pero también quería conocer qué tan grande o importante era el bien más rogado del que había tenido noticia. Tesoro por el que tantas súplicas, había escuchado en un viaje a bordo de un trole abarrotado.
Pero al fin, como bien decían nuestros mayores, tanto va el cántaro al agua que finalmente se rompe. Poco antes de llegar a nuestro pasajero destino común, cuando la noche ya estaba presente, fui testigo presencial de un hecho que me conmovió, tanto que me transportó hasta a algún pasaje de mi niñez.
Tantos ruegos, peticiones y hasta “palanqueadas” dieron el fruto deseado. El juego de mis compañeros de viaje concluyó al igual que el nuestro. No sin antes, en una especie de humilde y adelantada Navidad, el hermano mayor aceptó compartir su tesoro. En el puño derecho de su celeste camisa envuelta en un percudido pañuelo, dentro en una pequeña funda plástica, estaba envuelta una humilde y casi descolorida pepa de mango, que de tanto haberla chupado estaba blanca con algunas pequeñísimas vetas amarillas.
Que claro, para esos niñ@s de evidente extrema pobreza, eran oro que endulzaba sus tiernas bocas de ángeles olvidados por un Estado famélico, que es impulsado por libertarios y neoliberales, con el sonoro y cómplice aplauso de bobos felices, periodistas y medios de comunicación pautados.
*Dedicado a los cuatro niños de Las Malvinas (Sur de Guayaquil), uno de tantos barrios urbano marginales de nuestro país: Steven, de 11 años, Nehemías, de 15, Josué, de 14 e Ismael, de 15, para cuyos padres el mejor regalo de esta Navidad 2024 sería que sus hijos regresen sanos y salvos a casa y no se conviertan en los Restrepo de Daniel Noboa.
CAM
El día de hoy la noticia del fallecimiento de Pedro Restrepo, padre de los hermanos Restrepo, desaparecidos en el gobierno de León Febres Cordero, gobierno de derecha. El y simu esposa fallecida hace algunos años atrás, se fueron sin saber "DONDE ESTAN SUS HIJOS"